El registro en el diario de viaje de mi primera visita a Bolivia se cortó abruptamente después de un llamado telefónico a Buenos Aires. Era enero del 2014, estaba hacía algunos días recorriendo ese país.
Después de ir a Uyuni había decidido ir para la Isla del sol. Por ese entonces la conectividad no era la mejor y mi celular tampoco, después del paseo volví a Copacabana donde me estaba quedando en un hostel.
Después de todo un día sin conectarme, me dispuse a tomar algo con mi tablet conectada al wifi de un bar para dar señales de vida a mis papás y hermanos. Entré a mi Gmail y empecé a ver muchos mails que lo único que decían era “llamanos, Lichi”. Mi corazón se paralizó, pero mi cuerpo reaccionó, pagué y me fuí corriendo a un locutorio, marqué el número de la casa de mis papás y escuché llantos. Era mi hermano que no sabía cómo decírmelo y me pasó con mi papá. El nudo en el estómago ya era demasiado grande y no entendía qué estaba pasando y mi papá finalmente me dijo con voz quebrada, “mamá murió”.
Corrí nuevamente, esta vez hasta el hostel, pagué y me fuí (tengo un recuerdo borroso de hasta no haber esperado el vuelto, simplemente me fuí). De nuevo, mis piernas reaccionaron más rápido que mi cerebro, llegué hasta donde paraban los buses para volver, me senté en el micro llorando. Dos bolivianas me preguntaron si estaba bien, me ofrecieron unas carilinas y un rato después me dí cuenta que no tenía mi mochila. Me bajé del bus, hablé con el señor que me vendió el ticket y le digo que me espere. No estaba segura si iba a hacerlo pero no me quedaba otra. De nuevo corro, no se cuántos metros separaba esa parada de micros del hostel, agarré mi mochila, volví y ahí estaban, esperándome. Subí y arrancaron.
Todavía quedaba un largo camino, nos teníamos que subir a un barquito y cruzar el lago Titicaca. Yo seguía llorando, y cuando lo hago, mi cara se desfigura y casi no puedo hablar. Las mismas dos mujeres se sentaron cerca y me preguntaron si me había pasado algo, si me habían robado o algo. Llegué a decirles, “murió mi mamá, necesito volver”.
Me abrazaron. Yo lloraba. Una de ellas sacó su celular y empezó a hacer llamados, era Susana y supo trabajar en una aerolínea, ahora estaba jubilada. Al rato me dijo que me iba a conseguir un pasaje. Me acompañaron hasta La Paz, me llevaron al aeropuerto y esperaron a que llegara mi avión. De ahí tenía que viajar a Santa Cruz y arreglaron con el hijo de una de ellas para que me recibiera allá para que no estuviera sola esperando el segundo avión que finalmente me llevaría a Buenos Aires para despedirme de mi mamá.
En Santa Cruz me recibió Bruno, me llevó a su casa y prestó su computadora. Repasé no sé cuántas veces los mails de mi familia hasta que él me dijo de salir a comer algo. Me llevó en su auto hasta el centro comercial, en el camino me fue contando del diseño de la ciudad, sus círculos concéntricos y no sé cuántas cosas más que no registré. Yo estaba en mi mundo, sin poder hablar. Llegamos. Él comió, yo no pude.
En el horario indicado me llevó al aeropuerto. Me subí al avión, me senté y no paré de llorar. Una chica me vio y me extendió un paquete de carilinas que me dijo que me lo quede.
En Ezeiza no había nadie para recibirme. Mi papá y hermanes estaban en la casa velatoria, habíamos quedado que yo iba directo para allá. Me tomé un taxi y me llevó.
No sé cuántos meses después junté fuerzas para abrir la tarjeta de mi cámara y ver las fotos de ese viaje truncado a Bolivia. Me costaba verlas y creía que no iba a poder volver a ese país para seguir donde había quedado.
Cinco años después, mi mejor amigo me dice que le salió un trabajo, adivinen dónde, sí, en Bolivia. Lo primero que pensé es que no iba a poder ir a visitarlo y me puso mal. Pasó diciembre, enero, febrero y cuando llegó marzo en mi cabeza iba macerando la idea de sacar un pasaje e ir.
Lo logré, saqué el pasaje. Pero como soy una persona muy culpógena, maldita educación judeo-cristiana, fuí a contarle a mi papá, un poco porque siempre acudí a él para contarle mis cosas y otro poco para ver qué le parecía que volviera a ir. Se alegró por mi.
En abril, mi papá después de muchas peleas mano a mano con terapias intensivas y respiradores no pudo más. Ese 21 me quedé con un nudo en la garganta que hasta hoy sigue pero continué con mi plan de viajar.
Llegó julio y mi viaje se acercaba, me faltaban los mails de mi papá con toda la información de cada lugar existente de Bolivia y su historia, cosa que solía hacer con cada viaje que hacía, pero estaba contenta de poder destrabar algo y viajar.
Ese viaje también fue una bisagra. Esta vez por algo lindo. Con mi amigo tomamos una decisión, cambiar nuestro “status” a algo más que amigues y en ese mismo camino, también definimos que si a él le renovaban su contrato en La Paz, yo me venía a vivir acá también.
En octubre me llegó un mensaje de él diciendo que le renovaban y ahí empezó todo un remolino de sensaciones, trámites y despedidas para en febrero emprender una nueva historia en el país hermano.
El 15 de febrero de este año con una valija colmada y mi gato en su bolsito de viaje, subimos al avión, hicimos la escala obligatoria en Santa Cruz y seguimos viaje a la ciudad de tarde noche.
El camino en auto hasta la casa fue una mezcla de mareo por la altura (3600 msnm), emoción y no poder creer todas esas luces en ese valle que se forma entre las montañas que rodean este maravilloso lugar.
Mi diario de viaje del 2014 quedó por la mitad pero este 2020 arrancó un nuevo capítulo en el que puedo resignificar este lugar y caminar sus calles con alegría pese a la pandemia que tiñe un poco esta nueva aventura.
Estoy segura que en un futuro cuando piense en Bolivia voy a sonreir.
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